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Desde los años 70 hasta el presente, el realismo mágico latinoamericano alcanzó momentos de gran renombre y sustentación teórica, y luego fue perdiendo el interés de la crítica y actualmente es visto, por muchos lectores, como un movimiento desgastado. La gran figura ligada al mismo, aunque no necesariamente dependiente de su suerte, es sin duda Gabriel García Márquez, en cuyas novelas, cuentos, ensayos y guiones cinematográficos se encierra una reveladora visión de América Latina y una innegable defensa de su ethos cultural. La desmemoria, denunciada permanentemente por el novelista, ha llegado a incluir parcialmente su propia obra, que una crítica responsable tiene la obligación de rescatar, poniéndola al margen de prejuicios desmitificantes y de la trivialización cultural que nos acosa.

La expresión realismo mágico, tomada de la crítica de la vanguardia pictórica europea, es a mi ver equívoca en su aplicación a la “nueva novela” latinoamericana que, si bien hizo alarde de experimentación formal, buceo metafísico y apertura a nuevas modalidades técnicas, nunca negó su consciente revaloración de la cultura propia. Folklore y vanguardia, tradición e innovación, América y Europa, dejan de presentarse como polos inconciliables para la visión apocalíptica de los escritores que, a partir de los años treinta -por reconocer un hito cronológico-, encarnan un sostenido americanismo, no solo épico o lírico, sino filosófico, antropológico y religioso.

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El realismo mágico latinoamericano ofrece desde entonces dos facetas complementarias: una, que asoma como natural extensión de una cultura mágica donde lo milagroso y transmundano se hacen cotidianos; la otra, que es su espejo crítico y se pronuncia como encubierta afirmación de identidad frente a la cultura de los objetos, la manipulación masiva o la mecanización de la existencia.

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Cabe una breve reflexión acerca de las variantes que se abren en la relación conciencia-mundo. Siempre es posible percibir la realidad que nos rodea como un mundo externo y despojado de significación -y en tal caso ajeno a lo poético, aunque el “objetivismo” haya intentado experimentalmente tal incorporación- o bien captarla como una totalidad que nos incluye y sorprende permanentemente. Es esta segunda modalidad, propia del habitar en el sentido heideggeriano, la propia y específica del poeta, del creador de arte, que se hizo plena en el Romanticismo filosófico y literario y en su singular secuela, el surrealismo. Se trata de una reafirmación de la pertenencia cósmica, que lleva en sí la potencialidad de reconocer, como lo hicieron los románticos, las tradiciones de los pueblos.

El surrealismo europeo, motivador en alto grado de los artistas americanos de vanguardia, no completó ese movimiento hacia el origen que estaría destinado a reflorecer, de otro modo, en América Latina. El nuevo continente, asumiéndose como tal, iniciaba el enjuiciamiento de un mundo decadente al que Nietzsche y Spengler habían acusado de vaciamiento de la vida. Dentro de esta nueva corriente del pensamiento, algunos escritores advirtieron la potencialidad mestiza de América, rescatando su identidad como encuentro de Oriente y Occidente. La oleada novelística de los años treinta - Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri, por nombrar sólo tres notables figuras - anudó el pacto de la novela con el mito, redescubriendo el sentido multiétnico y religioso de la región.

En los cincuenta, esa corriente tuvo una nueva vuelta de tuerca: protagonizada por escritores en su mayoría provincianos como Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Antonio Di Benedetto o José María Arguedas; venían a exponer el drama cultural y social de nuestros pueblos, su anacronismo proveniente del subdesarrollo técnico ante la modernidad avasallante, su peculiar ética de vida, su anticipada posmodernidad, a la cual, para evitar confusiones, algunos de nosotros dimos el nombre de transmodernidad.

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Basta comparar La hojarasca (1955) con Pedro Páramo (1955), Zama (1956) y Los ríos profundos (1956) para advertir los signos de coetaneidad que unifican la problemática de la identidad latinoamericana, los síntomas de desorientación, corrupción o muerte que caracterizan a los núcleos urbanos, la borrosa o nostálgica presentación de un horizonte de esperanza.

El conflicto se instala sobre la incipiente modernización industrial de pueblos agrícolas y ganaderos, parcialmente amalgamados por la lengua española y los símbolos cristianos, y la irrupción de nuevos modos de vida -por ejemplo el american way of life difundido en agudo contraste con la miseria campesina y pueblerina-; en fin, la confrontación de la extranjería invasora con modos peculiares de sentir la tierra, la comunidad, la familia, la memoria afectiva, la poesía, el canto.

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La toma de conciencia de esta crisis y de sus pasos sucesivos informa la creación de Gabriel García Márquez, desde La hojarasca hasta sus Memorias, publicadas muchos años después. El delirio metafórico, el lujo expresivo a veces agobiante, la reiteración de figuras, acciones, espacios, imágenes, no son sino canales o instrumentos para una posición realista, mágico-realista, sometida a una visión crítica indeclinable, que toma tintes humorísticos, y un compromiso político cada vez más exigente.

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García Márquez accede naturalmente a la simbolización de su comunidad natal, en la cual cifra de alguna manera a toda la estirpe latinoamericana. Instaura una América-Macondo, fundada en el diálogo cultural alrededor del árbol de la cruz y, en consecuencia, expuesta a un destino de martirio, muerte y resurrección.

Idílica, infernal, anacrónica, lenta, agónica, milagrera, es la visión de los pueblos latinoamericanos que ofrecen La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1958), La mala hora (1961), Cien años de soledad (1967) y Crónica de una muerte anunciada (1981). Muestran a una estirpe maldita, cuyo último miembro nace con cola de cerdo, símbolo de involución y degradación. Y, sin embargo, esa estirpe, que sólo se sostiene por el amor, guarda figuras estoicas como el coronel, o el renaciente Simón Bolívar de El general en su laberinto (1989).

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Como es sabido, uno de los primeros escritos de García Márquez, “Isabel viendo llover en Macondo“ dio lugar a su novela La hojarasca, donde aparecen sus personajes básicos: el coronel, Isabel y el Niño, con una evidente proyección autobiográfica y simbólica. Era un relato estático, de sello faulkneriano, construido por tres monólogos interiores que evocaban la vida de un personaje ausente cuyos restos estaban velando. La parábola, densa y hermética, que culmina con el ingreso de la luz en un espacio cerrado, dio origen, en nuestra lectura, a una hermenéutica gnóstico-cristiana, que desligaba al texto de pretensiones dogmáticas (Maturo 1972).

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En 1958 apareció la segunda novela del escritor costeño, El coronel no tiene quien le escriba. Nuevamente la figura de un muerto pesa sobre los personajes, en este caso el coronel y su esposa. En nuestra interpretación volvió a imponerse la simbólica cristiana, en tanto reconocíamos la definitiva modelación del personaje fundamental del autor: el coronel, héroe de la resistencia moral, del delirio y la esperanza. García Márquez vuelca en el coronel -inspirado en su abuelo militar, pero también en otros héroes americanos- los contenidos del humanismo quijotesco y la utopía política latinoamericana.

La mala hora es la nueva versión del micromundo que va trabajando el autor como imagen de un pueblo de provincia, que es también una nación y un continente afectado por una aguda crisis económica, social y moral. Los personajes, ya evidentemente tipificados, remiten a una raíz bíblica, judeocristiana, y son exponentes de una preocupación manifiesta por el mal y la redención.

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La trayectoria, ya valiosa, del novelista quedó casi borrada ante la aparición de su obra más ruidosa y difundida, Cien años de soledad, que se publicó en Buenos Aires en 1967. Era la expresión plena de una década crucial para el destino hispanoamericano: pueblos que, sumidos en el subdesarrollo técnico y la dependencia económica, mostraban un grado notable de autoconciencia cultural y vocación política independentista. Cien años de soledad -novela que dio a conocer al escritor colombiano en el mundo y permitió relanzar su obra anterior- constituyó un verdadero manifiesto del realismo mágico, y con más amplitud, de la cultura latinoamericana. Había redescubierto García Márquez un modo milyunanochesco de contar, reuniendo y zurciendo como un nuevo aeda las historias grandes y menudas de su familia, su pueblo, su patria y la Patria Grande. Su lenguaje -aparentemente inocente, próximo a la conversación oral, los decires cotidianos, o la leyenda que circula en forma implícita y explicita entre la gente sencilla- no era ingenuo, sino entrecruzado de intencionalidad filosófica, cultural y política.

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García Márquez construyó un espejo de América Latina, con su génesis y su apocalipsis, sus carencias, excesos, fiestas, valores, antivalores. Alcanzó efectos líricos, dramáticos y humorísticos a través de un estilo exuberante que lo hizo famoso. A partir de entonces, su intensidad, su hipérbole constante, su progresiva y paciente tendencia a parodiarse a sí mismo pueden ser leídos como grafismo estético puro, o bien como llamada de atención hacia el contexto histórico-cultural que lo encuadra y revela. Por supuesto, desde una posición hermenéutica, me he inclinado por la segunda posibilidad.

El otoño del patriarca (1975) vino a mostrar al escritor en una fase netamente paródica y alegórica, con claves histórico-políticas que transforman su texto en acertijo. Por mi parte, lo he leído como velada alusión a sucesos históricos de la Argentina (Maturo 1977). Al mismo tiempo, el autor acentuaba el tema de la identidad, al abrir el juego alegórico hacia Colón, las

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García Márquez accede naturalmente a la simbolización de su comunidad natal, en la cual cifra de alguna manera a toda la estirpe latinoamericana. Instaura una América-Macondo, fundada en el diálogo cultural alrededor del árbol de la cruz y, en consecuencia, expuesta a un destino de martirio, muerte y resurrección.

Idílica, infernal, anacrónica, lenta, agónica, milagrera, es la visión de los pueblos latinoamericanos que ofrecen La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1958), La mala hora (1961), Cien años de soledad (1967) y Crónica de una muerte anunciada (1981). Muestran a una estirpe maldita, cuyo último miembro nace con cola de cerdo, símbolo de involución y degradación. Y, sin embargo, esa estirpe, que sólo se sostiene por el amor, guarda figuras estoicas como el coronel, o el renaciente Simón Bolívar de El general en su laberinto (1989).

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Como es sabido, uno de los primeros escritos de García Márquez, “Isabel viendo llover en Macondo“ dio lugar a su novela La hojarasca, donde aparecen sus personajes básicos: el coronel, Isabel y el Niño, con una evidente proyección autobiográfica y simbólica. Era un relato estático, de sello faulkneriano, construido por tres monólogos interiores que evocaban la vida de un personaje ausente cuyos restos estaban velando. La parábola, densa y hermética, que culmina con el ingreso de la luz en un espacio cerrado, dio origen, en nuestra lectura, a una hermenéutica gnóstico-cristiana, que desligaba al texto de pretensiones dogmáticas (Maturo 1972).

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En 1958 apareció la segunda novela del escritor costeño, El coronel no tiene quien le escriba. Nuevamente la figura de un muerto pesa sobre los personajes, en este caso el coronel y su esposa. En nuestra interpretación volvió a imponerse la simbólica cristiana, en tanto reconocíamos la definitiva modelación del personaje fundamental del autor: el coronel, héroe de la resistencia moral, del delirio y la esperanza. García Márquez vuelca en el coronel -inspirado en su abuelo militar, pero también en otros héroes americanos- los contenidos del humanismo quijotesco y la utopía política latinoamericana.

La mala hora es la nueva versión del micromundo que va trabajando el autor como imagen de un pueblo de provincia, que es también una nación y un continente afectado por una aguda crisis económica, social y moral. Los personajes, ya evidentemente tipificados, remiten a una raíz bíblica, judeocristiana, y son exponentes de una preocupación manifiesta por el mal y la redención.

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García Márquez construyó un espejo de América Latina, con su génesis y su apocalipsis, sus carencias, excesos, fiestas, valores, antivalores. Alcanzó efectos líricos, dramáticos y humorísticos a través de un estilo exuberante que lo hizo famoso. A partir de entonces, su intensidad, su hipérbole constante, su progresiva y paciente tendencia a parodiarse a sí mismo pueden ser leídos como grafismo estético puro, o bien como llamada de atención hacia el contexto histórico-cultural que lo encuadra y revela. Por supuesto, desde una posición hermenéutica, me he inclinado por la segunda posibilidad.

El otoño del patriarca (1975) vino a mostrar al escritor en una fase netamente paródica y alegórica, con claves histórico-políticas que transforman su texto en acertijo. Por mi parte, lo he leído como velada alusión a sucesos históricos de la Argentina (Maturo 1977). Al mismo tiempo, el autor acentuaba el tema de la identidad, al abrir el juego alegórico hacia Colón, las

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